Niños rompiendo la Declaración de los Derechos Humanos en un acto de repudio. (AMERICATEVE)
Debe tener unos diez años de edad. Viste de un delicado color rosa. 
Su carita es tierna como la de todos los niños, pero de improviso se 
convierte en una escalofriante máscara de odio. Está destrozando 
ejemplares de la Declaración de los Derechos Humanos, al tiempo que 
levanta la vista para mirar, roñosa y desafiante, al pequeño grupo de Damas de Blanco y otros opositores pacíficos que se encuentran bajo el asedio de turbas violentas al mando de la policía política.
Al ver estas imágenes de espanto, lo primero que me vino a la mente fue una escena del libro El largo viaje, donde Jorge Semprún
 describe su traslado, como prisionero de los nazis, al campo de 
concentración de Buchenwald. Al paso del dantesco tren por los pueblos 
alemanes, aguardaban en cada estación filas de niños adoctrinados por el
 nazismo. Y cuenta Semprún haber experimentado la más extraña y a la vez
 la más desgarradora inquietud al sentir la expresión de repulsa en las 
miradas de aquellas criaturas, que, sin conocerlos y sin tener la más 
ligera idea sobre los motivos por los que iban a prisión, cumplían la 
orden de odiarlos.
Sé que se ha dicho antes, pero tal vez no sea capcioso repetir que la
 manipulación política que sufren los niños en Cuba no obedece a la 
simple expresión de un delirio ideológico retrógrado y perverso. Es un 
recurso delictivo. Y aún más, representa un crimen de lesa humanidad, en
 tanto implica desfloración de la inocencia infantil y vil atropello de 
sus derechos como seres indefensos.
Hay que gastarse un optimismo a prueba de cañonazos para no 
desconfiar en la civilización, luego de ver que instituciones que hoy se
 consideran de avanzada en el mundo, como la UNICEF, aprueban y aplauden a la dictadura castrista, aun conociendo (ya que no podrán alegar que desconocen) tales desmadres.
Entre perplejos e indignados, hemos sido testigos, a lo largo de 
años, de las visitas a La Habana de embobecidos directivos de 
instituciones internacionales de Derechos Humanos, que han ido a 
entregar premios y apoyo moral y material al sistema de educación del 
régimen, echando por su boca flores acerca de las escuelas cubanas que, 
como es bien sabido, no son sino fábricas de minusválidos mentales, 
fruto de la irracionalidad dictatorial en función de devolver a las 
personas a su arranque homínido, no solo mediante una manera uniforme de
 comportarse, sino de pensar y de hacerlo todo como artefactos de serie 
única.
 Desde los más menudos gestos hasta la sonrisa. Desde el tono de 
la voz, con estandarizada y fingida ternura para recitar versitos 
patrioteros o para cantar en coro de androides, hasta la vociferante 
dureza para repetir consignas en las que prima el odio al "enemigo" y la
 idea cruel de matar o morir.
Si bien parece increíble que varias generaciones de cubanos se hayan 
sometido mansamente a este ensayo de ablación cerebral en masa, no menos
 insólito resulta que ocurriera ante la impavidez y el asentimiento del 
mundo civilizado.
No hacen falta más pruebas que la de este testimonio fílmico de Estado de SATS para
 corroborar el hecho de que mucha gente en Cuba se halla en franco 
proceso de involución, víctima de las aberraciones de un grupo de 
facinerosos, que implacable e impunemente actúan sobre la psiquis del 
individuo, desde su primeros años de vida, causándole estragos tan 
demoledores que hoy es ya inaplicable en las escuelas la lección de 
Galileo, para quien, la mejor manera de educar a un ser humano es 
enseñándolo a descubrir lo que guarda en su interior.
¿Qué podría brotar ahora mismo del interior de esa niña cuyo 
retorcimiento en ciernes no pueden ocultar su tierno rostro ni el 
delicado color rosa de sus ropas?
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