EL PLAN DE TRABAJO FORZADO EN ISLA DE PINOS.
(TESTIMONIO)
Al dar inicio el Plan de Trabajo Forzado Camilo Cienfuegos de Isla de Pinos, a finales del año 1964, plan cuyo objetivo principal era obligar a los reclusos a pasar para el Plan de Rehabilitación, dividieron a los miles de presos políticos que allí nos encontrábamos en bloques y brigadas de trabajo.
A mí me ubicaron en un bloque de trabajo compuesto totalmente por estudiantes debido a que yo era estudiante también. El Bloque 19, que así lo llamaron, mantenía un gran nivel de con-ciencia ya que al ser todos estudiantes era más fácil ponernos de acuerdo para resistir al trabajo forzado.
Primeramente nos llevaron a trabajar a las canteras de piedra de Isla de Pinos donde fuimos sometidos a todo tipo de atropellos para hacernos trabajar. Sin embargo, no lograron romper nuestra resistencia al trabajo forzado lo que manifestábamos constantemente al trabajar y caminar a paso de jicotea.
Todos los días regresábamos de las canteras con nuestros cuerpos magullados y ensangrentados por tanto golpe que recibíamos. Nuestra rebeldía llegó a tal punto que a los pocos días de estar trabajando el gobierno decidió no sacarnos más a trabajar hasta elaborar alguna estrategia que lograra doblegar nuestra rebeldía.
A los cinco o seis meses de aquella inactividad, empezó a correr un rumor de que nos sacarían nuevamente y que para ello habían decidido poner al frente del Bloque 19 a un Teniente apodado "Girón" y al Cabo Carbonel, más conocido como "Campeón" por lo fuerte que pegaba.
El Teniente Girón venía precedido de gran "fama" y, según sus propios comenta-rios, nos haría trabajar por las buenas o por las malas. Desde la primera salida nos dimos cuenta de que el Teniente Girón era un asesino profesional y que estaba dispuesto a llevar las cosas hasta las últimas consecuencias. Lo primero que hizo fue cambiarnos de trabajo.
En vez de llevarnos nuevamente a las canteras, nos llevaron a arrancar yerba a los potreros, donde podrían aplicarnos todo tipo de tácticas sicológicas y brutales para hacernos trabajar.
Nos pusieron a trabajar en una larga fila horizontal para que avanzáramos todos al mismo tiempo, mientras que él y el Cabo Campeón recorrían la hilera de presos encorvados dándonos planazos por las espaldas y pinchándonos con sus largas bayonetas.
Al ver que ni con esto nos hacían correr mientras arrancábamos la yerba, el Teniente Girón cargó en sus brazos una ametralladora calibre 30 y, lanzando gritos como un loco, recorría aquel potrero dándonos golpes y amenazándonos con ametrallarnos. Aún cuando el Bloque 19 estaba aterrorizado, a nadie le pasaba por la mente acogerse al plan de rehabilitación.
Todas las noches regresábamos al edificio sumamente golpeados y nos acostábamos pensando en la paliza del próximo día. En la mañana del 2 de noviembre de 1965, mientras esperábamos en fila para empezar a arrancar la yerba con picos y palas, vimos cómo el Cabo Campeón se le abalanzaba encima a uno de los estudiantes más jóvenes, más débiles, con un palo en la mano, y lo golpeaba salvajemente.
Ya para entonces, no importaba que trabajásemos. Lo que ellos querían era someternos por la fuerza al plan de reeducación, no importando lo que rindiésemos en el trabajo.
Yo no pude aguantar más tanto abuso y me acordé de aquel pensamiento de nuestro apóstol José Martí, que decía que "valía más morir de pie que vivir de rodillas".
Me salí de la fila, clavé el pico en la tierra y le dije al Teniente Girón que yo no trabajaba más. Girón asombrado desenfundó su bayoneta para golpearme, pero en esos momentos vio que otro estudiante, Ricardo Vázquez Pérez, hacía lo mismo que yo, por lo que cambió su airado rostro por una expresión cínica y nos dijo que nos sentáramos a descansar para que luego siguiéramos trabajando.
Se llevó al Bloque lejos, y al poco rato vino y se sentó junto a nosotros, tratando de convencernos para que volviéramos a trabajar. Le dijimos que como que ellos nos golpeaban aunque trabajáramos, preferíamos que nos golpearan sin trabajar.
Al ver que no nos pudo convencer, envió al Cabo Campeón a la Dirección del Penal para que le orientaran sobre lo que debía hacer con nosotros. Las instrucciones no se hicieron esperar. Al cabo de una hora, llegaron al potrero varios "jeeps" cargados de guardias, que se parquearon a unos 100 metros de donde nos encontrábamos.
El Teniente Girón le quitó el afilado estilete a uno de los fusiles Lenin y lo tomó en la mano izquierda, mientras que en la derecha empuñaba su larga bayoneta. Campeón, mientras tanto, cortó un palo de una mata de guayaba y se aproximó amenazante a Ricardo.
Ambos nos dijeron que corriéramos hacia los jeeps pero al ver que seguíamos caminando empezaron a golpearnos sin compasión. Girón hundía el estilete en mis muslos una y otra vez al mismo tiempo que me golpeaba en la espalda con el plan de la bayoneta que esgrimía en la mano derecha.
Yo sentía la punta del estilete cortando mis carnes, y los planazos cayendo sobre mi espalda pero no podíamos correr porque lo que ellos querían era que corriéramos para mostrar ante nuestros compañeros que teníamos miedo.
Aún bajo la tremenda golpiza que me estaban propinando tenía ánimo para mirar hacia donde estaba Ricardo a quien golpeaban tan salvajemente como a mí, con aquel largo y flexible guayabo que se curvaba en sus espaldas, levantándole tremendos verdugones.
Al llegar al hospital, nos bajaron y nos hicieron caminar hacia la entrada sin importarles lo débiles que estábamos.
Pero para asombro de todos yo me negué a dejarme curar alegando que ellos lo que querían era curarme para sacarme de nuevo a trabajar. Según me dijeron posteriormente, yo tenía más de 80 piquetes en las nalgas y los muslos. Las heridas que necesitaron puntos fueron más de 10.
Después de la operación, me ingresaron en una de las salas del hospital donde me encontré con Ricardo. Este tenía la espalda inflamada por tantos golpes recibidos.
A la hora de la comida nos negamos a ingerir alimento. Al preguntársenos que por qué no comíamos, les respondimos que ellos querían que comiéramos para seguir golpeándonos y que por lo tanto no volveríamos a comer hasta que nos sacaran del área de trabajo forzado. Después de cinco días sin ingerir alimento alguno nos trasladaron para el edificio con los demás compañeros para ver si ellos nos convencían de que comiéramos.
Pero al continuar en nuestra postura de no comer nos trasladaron nuevamente para el hospital para amarrarnos y alimentarnos por la fuerza. Así, entre el hospital y el edificio donde estaban recluidos el resto de los estudiantes, transcurrieron entre 40 y 50 días hasta que, una mañana, teniéndonos en el edificio subieron Girón y varios guardias más al tercer piso donde nos tenían acostados en sendos camastros.
En forma amenazadora Girón se acercó hasta el camastro donde yo yacía y, dando un planazo en uno de mis brazos me ordenó que me levantara porque "hoy vas a trabajar de todos modos" me dijo.
Me tomaron entre varios guardias y me pusieron de pie en el trayecto que conducía a la puerta de salida donde miles de presos se arremolinaban montando en los camiones que los llevarían a los campos de trabajo forzado. Tambaleándome caminé hacia dicha salida y al llegar a donde estaba el camión que conduciría al Bloque 19 compuesto, como ya dije, de estudiantes, me negué a subir.
El Teniente Girón les ordenó a dos estudiantes, a Arturo Moradiellos y al Chino Menéndez, que me subieran al camión, pero estos se negaron alegando que respetaban mi determinación a no trabajar. Con sus ma-chetes y bayonetas los golpearon cruelmente, pero ellos resistieron.
Finalmente tuvieron que subirme los propios guardias y depositarme acostado en la cama del camión. Al llegar al potrero detuvieron al camión y mandaron a bajar a los estudiantes, mientras que a mí me bajaron los propios guardias y me depositaron sobre la yerba húmeda.
Al resto de los reclusos se los llevaron para dar inicio a la jornada de trabajo. Aunque yo permanecía con los ojos cerrados, me di cuenta que el Cabo Campeón y algunos soldados más se encontraban parados junto a mí. De inmediato sentí una patada en el costado derecho mientras una voz tronaba a mis oídos diciéndome.
"Arriba, levántate que vas a trabajar". Al no responder afirmativamente, el Cabo comenzó a virarme boca abajo mientras me bajaba los pantalones. Sentí entonces que colocaba la punta de la bayoneta en una de mis nalgas la que penetraba lentamente en mis carnes desnudas. Esto lo acompañaba con la frase de "Arriba, bravo, párate que vas a trabajar".
Como que yo continuaba inmutable, con los ojos cerrados, empujó la punta de la bayoneta hasta que ésta chocó con el hueso de la cadera y un dolor sin precedentes laceró mis carnes. Noté que Campeón sacaba la bayoneta de mis carnes, y un profundo silencio siguió a su gesto. Yo estaba dispuesto a soportar aquello hasta las últimas consecuencias, pues presentía que ésa era la última prueba por la que tendría que pasar.
Estando en estas cavilaciones sentí nuevamente la punta de la bayoneta penetrando por la misma herida que me habían hecho mientras que la gruesa voz de Campeón tronaba: "¡Arriba, bravo, que vas a trabajar!".
Y eso fue lo último que oí, pues cuando la punta de la bayoneta chocó nuevamente con el hueso de mi cadera el Cabo Campeón, con la insensibilidad propia de un criminal profesional, le dio vuelta a la bayoneta dentro de la herida, perdiendo prácticamente el conocimiento.
Cuando recuperé plenamente la conciencia me encontraba en una cama de la enfermería del penal después de haberme dado varios puntos en aquella enorme herida producida por la bayoneta de Campeón.
Después de esa cruel prueba me subieron nuevamente al camión y se dirigieron al edificio de donde me habían sacado, pero no para dejarme allí sino para recoger al otro recluso y gran amigo mío que plantó conmigo, Ricardo Vázquez Pérez, quien no tuvo que pasar por esta última prueba debido a su mal estado de salud.
De ahí nos condujeron a los pabellones de castigo donde había una docena más de reclusos que habían "plantado" al trabajo forzado, entre ellos los periodistas Alfredo Izaquirre Rivas y el Dr. Emilio Adolfo Rivero Caro, los primeros que se negaron a trabajar. Este era el requisito principal que habíamos puesto para volver a comer.
Que nos sacaran del área de trabajo forzado, no importaba para dónde. En los pabellones, o calabozos de castigo de Isla de Pinos nos tuvieron varios meses sin recibir visitas y sin ver la luz del sol, hasta que un día nos mandaron a recoger las pocas pertenencias que teníamos y nos trasladaron para La Cabaña, prisión de terrible recordación, ya que en sus fosos habían sido fusilados cientos de cubanos por el único delito de querer libertad y democracia para nuestra patria. Nuestra estancia en la Cabaña no fue tampoco un lecho de rosas.
Muchos jirones más de nuestra historia quedaron enredados en sus barrotes y húmedas paredes, que más adelante relataremos.