“La gente no entiende de arte cuando tiene necesidades”, comenta una mujer que cuida una de las obras en el malecón
LA HABANA, Cuba. – Bajo el tema curatorial Entre la idea y la experiencia,
se desarrolla la duodécima Bienal de La Habana, que se extenderá hasta
el próximo 22 de junio. Según los organizadores, con esta nueva edición
se pretende realizar una mirada retrospectiva a la evolución de la
propia Bienal pero, sobre todo, convertir a la capital cubana en una
plaza dinámica para pensar el arte e invitar a “sentir la ciudad y su
gente” mediante iniciativas comunitarias e intervenciones públicas en
plazas, parques y otros espacios.
Dicho de ese modo, pareciera que el evento artístico es una renuncia a
cualquier concepto elitista del arte y que, con las irrupciones en las
dinámicas del barrio y de lo cotidiano, pretenden un diálogo, una
inserción, un coqueteo con esa ‘gente común’ a las que, al parecer, hay
que dotar de un modo de expresión de sus esencias.
Sin embargo,
analizando la manera en que algunas de las propuestas artísticas han
sido ejecutadas, implicando el ocultamiento de espacios poco atractivos
visualmente, la simulación de la marginalidad e incluso el
desplazamiento de otros modos de expresión artísticos mucho más
populares, pudiera concluirse que la “invitación a sentir la ciudad y su
gente” no es del todo sincera.
Un ejemplo de esto pudiera ser la ofensiva contra los grafitis y
murales de arte callejero en el Malecón habanero. Donde hace apenas unos
días abundara este tipo de expresión popular, ahora solo quedan amplios
paredones encalados que sirven de fondo a las obras de los artistas
invitados a la Bienal, esos que, supuestamente, “se integrarían en las
mecánicas de lo cotidiano”.
Otros lugares, como solares yermos, zonas de derrumbes y pequeños
vertederos que durante años han sido víctimas de la desatención, en
estos días fueron saneados por brigadas de la construcción e incluso se
han invertido importantes recursos en rehabilitarlos solo para que
sirvan de emplazamiento a las obras. Las otras calles y barrios de la
ciudad que no servirán de escenario a la Bienal continúan en el olvido.
“Con todo el cemento y la pintura que hemos echado aquí yo reparo
esos dos edificios. Esto es Cuba, no tiene otra explicación”, dice un
obrero que trabaja en el emplazamiento de una de las obras de la Bienal.
Mientras tanto, en las inmediaciones, esos mismos hombres y mujeres,
ancianos y niños con los que se busca “establecer un diálogo” mediante
el arte, continúan llamando la atención sobre el peligro que corren sus
vidas al no ser atendidos sus constantes reclamos al gobierno sobre lo
precario de sus existencias.
“Hay dinero, claro que hay dinero, pero no es ni para ti ni para mí”,
me dice un anciano al que le pagan 150 pesos por cuidar un muro del que
han borrado una obra del artista comunitario Yulier P,
solo para emplazar otra que nada tiene que ver con la comunidad. Sin
dudas, como me ha dicho un amigo grafitero, ‘no se trata de un diálogo,
sino de una pelea a gritos’”.
Por otra parte, una percepción de la realidad demasiado simplista,
por no decir falaz, definen algunas de las propuestas enfocadas en lo
arquitectónico y lo urbanístico. Mapeando desde el Parque Trillo es
un proyecto de la Facultad de Arquitectura de la capital que busca
interactuar con los habitantes de Centro Habana, uno de los municipios
más afectados por los derrumbes y los hacinamientos.
Aunque en algunos
aspectos pudiera ser una idea interesante, en otros revela ese discurso
propio de las instituciones oficiales cubanas que, constantemente,
esquivan, evaden, ocultan los verdaderos problemas que enfrentan las
personas con respecto al lugar donde viven, que casi nunca coincide con
el que desean o han elegido para vivir y que, más que un lugar donde
habitar, es un espacio donde sobrevivir.
A pesar de las contradicciones que exhibe esta nueva edición, la
Bienal, a veces contra viento y marea, ha logrado traer a nuestras
calles, galerías y museos, proyectos bien sugestivos y, en algunos
casos, desafiantes, contestatarios y, por qué no, hasta abiertamente
contrarios al régimen. Los lenguajes del arte permiten, hasta cierto
punto, burlar la censura.
La ambigüedad ensancha el espectro de
interpretaciones y, en estos días de “normalizaciones”, ya la simple
sospecha va dejando de ser un argumento condenatorio. No obstante, en
este fingido entorno de tolerancias, las represiones no faltan. El Museo
Nacional de Bellas Artes le negó la entrada a la reconocida artista de
la plástica Tania Bruguera, que pretendía asistir a una exposición del
pintor Tomás Sánchez.
También por estos días no han cesado las
detenciones de activistas políticos, algunos de ellos vinculados a
proyectos culturales de gran relevancia, a pesar del silenciamiento por
parte de los medios oficialistas.
La edición de este año 2015 cuenta con centenares de artistas
extranjeros, algunos de gran prestigio como Daniel Buren, Anish Kapoor y
Joseph Kosuth. Entre las propuestas más atrayentes están el proyecto
colectivo Entre, Dentro, Fuera/Between, Inside, Outside, que integran artistas cubanos y estadounidenses, y los performances Tercer Paraíso, del italiano Michelangelo Pistoletto, y La perla negra,
de Nikhil Chopra, donde el artista hindú, durante 60 horas
ininterrumpidas, permaneció dentro de una jaula situada en la Plaza de
Armas.
Una de las propuestas más populares es La pista de hielo,
del norteamericano Duke Riley. Ubicada en las intersecciones de Malecón y
Belascoaín, la obra es una estructura hecha con láminas de un
material muy semejante al hielo y sobre la cual es posible patinar.
Algunos se acercan y, al creer que se trata de hielo verdadero, lanzan
expresiones de asombro; otros, acostumbrados a la locura, al absurdo, a
la improvisación como métodos de gobierno de sus dirigentes, no dicen
nada o protestan bajito.
“La gente no entiende de arte cuando tienen necesidades”, comenta una
mujer que cuida otra de las obras emplazadas en el Malecón.
Su trabajo
durante un mes será velar porque no se roben los tenedores que recubren
una gigantesca cacerola. Son miles de cubiertos, auténticos, semejantes a
las espinas de un erizo. “Es tanta la necesidad, que se han llevado ya
varios tenedores. Yo no sé cómo, porque no le quito la vista de encima”,
me dice la señora.
Muy cerca se alza otra obra que parece un pastel de cumpleaños del
cual afloran cientos de lenguas. Las personas se acercan, lo tocan,
comentan sobre el revuelo que provocaría si fuera de masa y merengue
reales. Los niños intentan saborearlo y algunos adultos comen y beben a
la sombra del objeto, como si celebraran una fiesta.
Mientras tanto, decenas de policías recorren las calles para velar
por que tanto metal, cristal, arena y madera empleados en las obras de
los artistas no sea acarreado en carretillas por esa multitud de gente
necesitada con la que la duodécima Bienal de La Habana tanto desea
establecer un acto comunicativo o una dinámica de integración.
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