LA HABANA, Cuba. – El 23 de enero se cumplieron dos años de la muerte
 en la prisión de Valle Grande de Reidel García Otero. Su madre, Delia 
Otero, no desiste y sigue exigiendo justicia.
“Yo vivo presa poniéndole velas a mi hijo”. Así, intenta cuidarlo “como no lo hicieron ellos allá adentro”, dice entre lágrimas.
García Otero fue preso porque “hizo unos trabajos de carpintería por fuera”, dice Delia, que habla como si su hijo aún viviera.
“Él estudió contabilidad en la escuela Amistad Cubano-soviético y 
trabajó desde los 18 años en la carpintería militar la Gaspar de la 
Yuri. De nada le sirvieron los avales de buena conducta que dieran el 
director de la UBFECP y de la sección sindical donde trabajaba”.
A Reidel García lo encarcelaron y su proceso de investigación 
requería que fuera “metido en celda de castigo en 100 y Aldabó por 
cuatro días”.
El lunes 15 de enero de 2017 Reidel debía llamar y Delia tuvo un mal 
presentimiento. Finalmente, no llamó y ella nunca más volvió a escuchar 
su voz. El 19 de enero lo ingresaron en el hospital La Covadonga con “15
 de presión, con los pies cianóticos, con un paro respiratorio, en coma,
 entubado, ventilado, con un shock séptico extremadamente crítico”, 
hasta que falleció, el 23 de enero, a las 2 y 35 de la madrugada, tras 
cinco paros respiratorios y con manos, pies y orejas necrosados. Los 
médicos de la prisión le habían diagnosticado catarro.
Desde entonces, Delia Otero no ha parado de llorar, pero tampoco de denunciar el hecho.
La primera respuesta tardó un año en llegar: “el caso no procedía”. 
Le dijeron que “la muerte de Reidel parece que es una cosa común y nunca
 les pasa nada”, y esta madre no tiene mucha conciencia de lo que dice, 
pero los reportes no oficiales de reclusos que mueren en la prisión de 
Valle Grande son alarmantes y todos quedan silenciados y sin justicia.
Entonces, presentó un nuevo escrito que envió “a Díaz-Canel, a Raúl, a
 la fiscal de la República, al Ministro del Interior” y crearon una 
comisión que, según le dijeron, “haría una investigación más profunda”.
Luego de otro año dicen que “el proceso de investigación se dio por 
terminado el 24 de junio, pero aún no me dan respuesta de nada”, explica
 Delia. Ella está convencida de que la han escuchado gracias a las 
denuncias que ha hecho a través de CubaNet.
“Mira que me han dicho que no dé más entrevistas, que hay que 
confiar”, pero ella no quiere ni el silencio de las autoridades ni que 
le digan una vez más que “aplicaron medidas administrativas” por el 
asesinato de su hijo.
“La comisión que investiga su muerte está conformada por el coronel 
Héctor Méndez, por un fiscal, un perito y por muchos más que no sé 
quiénes son. Dicen que fueron a Valle Grande, que entrevistaron a mucha 
gente, pero que tienen que esperar por la determinación del Ministro del
 Interior y del fiscal general, que sale de vacaciones ahora”.
Para consolarla, quizás, le han dicho que “el presidente está interesado en su caso”.
Delia Otero no entiende qué esperan o cuánto tiene que esperar ella. 
¿Otro año? ¿Veinte años? Si los nombres de los responsables y los hechos
 están muy claros. Y menciona dos: “la doctora Ileana Bethan Morales, 
que dijo que Reinel solo tenía catarro, mientras se lo llevaban por 
detrás en una guasabita, y el de Jorge Mario González Fleites, que le 
recetó Metocarbamol, un relajante muscular, y vitaminas B11 y B12 en 
días alternos”. Estos nombres los ha dado en cada una de sus denuncias.
La última vez que se entrevistó con la comisión llevó unos análisis 
que se hizo su hijo en marzo de 2017, seis meses antes de entrar a Valle
 Grande. Los resultados fueron los “de un muchacho de perfecta salud”.

Según Otero, ya tenían en su poder la declaración del preso Darién 
Cuesta del Valle afirmando que, pese a que a Reidel le habían 
diagnosticado “un catarro”, se quejaba de “mucho dolor de cabeza y falta
 de aire” y que habían notado “que tenía una coloración en la piel 
amarilla”. Además, también había entregado copia de las recetas, las 
fotos de los medicamentos que nunca le dieron y donde falta una 
Azitromicina de 500.
“¿Tú crees que una persona casi muerta se puede tomar una pastilla por sus medios?”, pregunta Delia.
“No puedo desistir –repite-, lo que yo viví fue muy fuerte porque yo 
estaba en Valle Grande cuando se lo llevaron y no pude verlo. Cuando lo 
toqué después, en el hospital, estaba frío, ya estaba muerto”.
“No lo pude vestir porque si venía para la casa a buscar ropa el otro
 se daba cuenta y perdía a los dos. Mis hijos son jimaguas. Al otro lo 
tuve que sacar a rastras del hospital. Yo los concebí con mucho trabajo 
porque pensé que no podría tenerlos. El que me queda, después de la 
muerte de su hermano, no tiene vida. Ellos me mataron al más noble de 
los dos, al que ayudaba a todo el mundo”, explica la mujer.

Pese a los duros recuerdos de aquella tragedia, ella no piensa 
desistir. “Si lo hago, me muero, ya les dije que me tendrían que matar, 
porque quiero justicia”, comenta Delia entre lágrimas, pero con la 
determinación de las madres que no se rinden si se trata de que sus 
hijos tengan un poco de paz.

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